Nuestros antepasados paleolíticos tienen algo que enseñarnos
Figuras de las diosas, imágenes de la luna, los cuernos en forma de luna creciente del bisonte y del toro, el pájaro, la serpiente, el pez y los animales salvajes, los galones del agua o de las alas de los pájaros, el meandro, laberintos y espirales… todos reaparecen en los mitos y en las imágenes de tiempos más tardíos, a menudo devolviendo claramente a la memoria sus orígenes más antiguos. Juntos dan cuenta de una cultura con una mitología ampliamente desarrollada que tejió todos estos elementos en largas historias perdidas hace siglos para nosotros, pero cuyas huellas pueden aún subsistir en las evoluciones fantásticas de las tramas de los cuentos de hadas. La supervivencia milagrosa de estas imágenes de la diosa madre a lo largo de 20.000 años es el testamento de una cultura sorprendentemente unitaria –o, en último extremo, de un nexo común de creencias-, mucho más duradera que las imágenes del dios padre que las sucedieron.
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Nuestros presupuestos sobre la naturaleza humana, en particular nuestras creencias sobre la capacidad humana para vivir en armonía con el resto de la naturaleza y formar un mundo pacífico, se relacionan de forma crucial con la cuestión de si realmente sabemos o no crear una manera mejor de ser. Si sostenemos que los seres humanos son y siempre han sido prioritariamente cazadores y guerreros, es más posible que pasemos por alto la evidencia de lo contrario y concluyamos que la agresividad guerrera es innata. No se ha encontrado prueba alguna de que los pueblos del Paleolítico combatieran entre sí. Es conmovedor descubrir que nuestros antepasados paleolíticos tienen algo que enseñarnos, específicamente acerca de cómo hemos malinterpretado su arte, y por lo tanto sus vidas, forzándolos a ajustarse a una perspectiva que corresponde a la del siglo XX.
Es interesante el modo en que están relacionados los dos falsos conceptos. En primer lugar, las estatuillas de la diosa fueron clasificadas originariamente como arte erótico o pornográfico, una concepción que sería impensable si el principio femenino es reconocido como sagrado o, por decirlo de forma coloquial, si “dios” fuese madre tanto como padre, esto es, si nuestra imagen de la deidad contuviese las dos dimensiones, masculina y femenina. En segundo lugar, se asumió que las numerosas formas de palos y líneas grabadas en piedra y huesos y pintadas sobre las paredes de las cuevas eran armas para la caza, o signos masculinos, pero, tras un atento examen microscópico, quedó demostrado que eran plantas, hojas, ramas y árboles. El descubrimiento se debe a Alexander Marshack, quien llamó la atención del mundo sobre las figuras de las diosas y del cálculo lunar, desviándose de la opinión predominante que veía esos dibujos como “objetos masculinos” y “signos puntiagudos”. Significativamente, tanto la potencialidad simbólica de las figuras femeninas dando a luz como los millares de formas de la vida vegetal se han excluido durante los últimos 3.000 años de las categorías de lo sagrado. Como Riane Eisler ha observado en su importante libro, The Chalice and the Blade: Our History, Our Future, el arte paleolítico “habla a favor de tradiciones psíquicas que debemos comprender si es que hemos de saber no sólo qué fueron y qué son los humanos, sino también en qué pueden convertirse”.
Extraído de "El mito de la diosa" de Anne Baring y Jules Cashford. Ediciones Siruela. Fondo de Cultura Económica. 2005.
Imagen: Diosa (c. 20.000 a. C.) Dolní Vestonice, República Checa.