La liberación sexual ha sido una catástrofe para la especie humana. El avance tecnológico nos ha llevado a vivir mucho mejor que hace cien años en ciertos aspectos, pero en el aspecto amoroso-sexual estamos mucho peor, y la culpa es del liberalismo.
Amoldarse a una persona es un proceso largo y trabajoso, que requiere esfuerzo, sacrificio y sobre todo mucho tiempo. Limar las asperezas, pulir las aristas, encajarse, entenderse, sincronizarse, sintonizarse: todo esto necesita tiempo y trabajo. Una relación corta es frágil precisamente porque no está trabajada, porque no tiene ese denso tejido de entendimientos, acuerdos –tanto tácitos como expresos–, encajes y tolerancias mutuas que se logra con el roce y el contraste a lo largo de los años. Por lo mismo, es enormemente difícil encajar con alguien nada más conocerse (o a los pocos días, semanas, o meses), y la pretensión de fluir al unísono, sin que el contraste de perspectivas y experiencias y deseos y preferencias de cada uno genere choques y problemas, es pura ingenuidad en el mejor de los casos, o terco infantilismo en el peor. Para fluir al unísono hace falta, justamente, y por una necesidad ineludible, ese limado de asperezas, esa pulida de aristas, ese esfuerzo de encaje y ese denso tejido de acuerdos y tolerancias mutuas que solo se consigue con mucho tiempo y mucho trabajo. El trance idílico del primer contacto, en el que se ignoran todos los defectos y se hace lo posible por encajar, por fluir, por eliminar todo roce y toda negatividad, puede durar unas horas, unos días, unas semanas; pero el desayuno acabará llegando, y entonces ¿qué desayunar? ¿Qué música poner en el coche? ¿Cada cuánto tener sexo? ¿Encima o debajo? ¿Y dónde vivir? ¿Y de qué color poner las cortinas? No es una tontería el color de unas cortinas si las vas a estar viendo cada día durante los próximos veinte años.
El choque es inevitable; la interrupción del flujo es inevitable. Entonces solo quedan dos opciones: o, llegados a ese punto, abandonar la relación y buscar otra nueva, y volver entonces a disfrutar de la extática sintonía de los primeros días o semanas antes de que surjan otra vez los bloqueos, los obstáculos y las perturbaciones (una estrategia que podríamos llamar «usar y tirar»), o perseverar y extender la relación a largo plazo, y empezar a limar, pulir, encajar, acomodar y acordar. Pero, dado que encontrar una pareja amoroso-sexual no es, para la gran mayoría de los seres humanos, tarea fácil, ni algo que pueda conseguirse con un par de acciones mecánicamente aprendidas, sino, por el contrario, una cosa ardua, esforzada y en ocasiones hasta peligrosa, la tendencia natural es a conservar a la pareja una vez encontrada e intentar que la cosa funcione. Esto es lo que hace que la monogamia surja espontáneamente (si bien no una monogamia estricta o perfecta, al menos sí una cierta monogamia de facto) excepto para los grandes hombres, que sí pueden tener acceso a virtualmente cualquier mujer con solo un gesto o unas pocas palabras (un rey puede pedir a cualquier doncella del reino, así como un David Beckham o un Brad Pitt puede hablar a cualquier muchacha de la discoteca y tener la certeza de que se querrá acostar con él), o para las mujeres deseables, que si quieren también pueden tener a cualquier hombre a sus pies con solo guiñarle un ojo, pero con la diferencia importante de que para una mujer el riesgo del embarazo, y el deseo de no criar al futuro hijo –o hijos– sola, introducía hasta hace poco (hasta la llegada de los anticonceptivos) un fuerte incentivo a favor, de nuevo, de la monogamia; es decir, a favor de escoger a un muchacho teniendo en cuenta no solo lo divertido que podría ser pasar esa noche con él, sino también su disposición para servir de apoyo físico, emocional y económico durante los siguientes años en caso de que la diversión de esa noche engendrase un posible embarazo.
Por todo esto, y por lo difícil de amoldarse a otra persona, entenderse con ella y crear una relación sin demasiados baches ni desencuentros, la monogamia se desarrolla naturalmente, e incluso en los regímenes polígamos como los de los harenes orientales acaba el hombre teniendo siempre una favorita, una que siente que le entiende mejor que el resto de sus mujeres y con la que él se entiende también mejor, y a su vez normalmente esa favorita aprovechará también la mayor atención del patriarca para transformarla, cual alquimista, en más favores, comodidades y prebendas para ella y su prole. Al final no sería raro que incluso un tirano polígamo conviva principalmente con una o dos mujeres, aunque tenga una veintena, y les dé a ellas el grueso de su atención y sus recursos, siendo el resto concubinas más o menos circunstanciales. Del mismo modo, debido a similares limitaciones, buscar a un mozo distinto cada noche, o cada semana, o incluso cada año, resulta mucho menos ergonómico que asentarse con uno –con el que además se encaje medianamente bien, y cada vez mejor según pase el tiempo, a fuerza de pulir y limar– y que sea él el que te acompañe todas las noches, todas las semanas y todos los años, aunque haya que soportar, inevitablemente, cierto aburrimiento o monotonía llegado cierto punto.
La monogamia a largo plazo es, al final –como tantas otras cosas–, una cuestión de eficiencia energética, esto es, de ergonomía: el camino de menor resistencia una vez consideradas en profundidad las alternativas. Frente a la creencia pueril de que la monogamia es una mera imposición social (aunque sin duda algo tiene también de imposición social, al menos entendida como monogamia estricta o perfecta, esto es, sin escarceos laterales ni «canas al aire» periódicas), y frente al delirio hippie sesentayochista del amor libre, la convivencia pacífica en comunidades armónicas donde todos mantienen relaciones afectivas con todos, y otros imposibles prácticos engendrados por la capacidad de fabulación humana (como la paz perpetua, la cornucopia o la transmutación del hierro en oro), lo cierto es que la monogamia largoplacista es una tendencia antropológica tan fácilmente explicable –y tan poco misteriosa– como la división sexual del trabajo o como el hecho de que nos saludemos con gestos de sumisión y apocamiento en lugar de dándonos codazos en la cara o profiriendo alaridos amenazantes.
Pero que la monogamia acabe siendo una solución ergonómica al problema del emparejamiento a largo plazo y se convierta en una suerte de desembocadura natural de los diversos ríos del amor humano, debido a la presión que ejercen (o ejercían) circunstancias como el riesgo constante de embarazo asociado al sexo, o el hecho de que a menudo preferimos la seguridad de estar con alguien que ya nos conoce y con quien ya hemos pulido ciertas aristas antes que la excitación de lo desconocido –que es relativamente impredecible y está siempre todavía por pulir– no significa que no haya que hacer esfuerzos para garantizarla y mantenerla. Una cosa es que sea una tendencia antropológica fácil de explicar y otra que caiga del cielo: hacen falta técnicas e instituciones para estructurar la sociedad de tal modo que las relaciones amoroso-sexuales se armonicen con las necesidades de los hombres, las mujeres y la comunidad en su conjunto, y en la medida en que la monogamia sea una buena solución a este triple problema (y parece serlo) harán falta también mecanismos sociales para facilitarla, optimizarla y protegerla de los embates de todos aquellos factores entrópicos que tienden constantemente a disolver las estructuras humanas y lo vivo y ordenado en general.
Es por eso que la liberación sexual, que en espacio de pocas décadas ha erosionado como un ácido diabólico el sedimento ancestral de costumbres, tradiciones, normas e instituciones culturales que nuestros abuelos, sabiamente, habían construido en torno a las relaciones de pareja para hacerlas más asibles y funcionales, ha sido una catástrofe para la especie humana; y especialmente, más aún que por sus efectos sociológicos y de salud pública (tanto salud física como, sobre todo, mental), por sus devastadoras consecuencias demográficas. La revolución sexual, junto con otros factores –como la abundancia material, los anticonceptivos, la cultura del individualismo moderno catalizada y amplificada a su vez por el capitalismo posindustrial y la cultura de Hollywood, y la «liberación» de la mujer al incorporarse al mercado de trabajo y al entramado de producción y consumo como un peón más del sistema–, es lo que ha hecho que los países occidentales, primero en Europa y luego –se irá viendo– en América, hayan pasado de ser naciones vitales y pujantes, en crecimiento constante, a pueblos en decadencia con tasas de fertilidad por debajo del umbral de reemplazo.
Sin duda, esto no se debe únicamente al desmantelamiento de las mores sexuales y la monogamia largoplacista tradicional, pero sí en parte; o tal vez este factor sea solo un síntoma más, un aspecto más de un mal polifacético que podríamos llamar «ultraliberalismo»: liberalismo económico, que pone los valores comerciales por encima de todo lo demás, resultando, entre otras cosas, en los anticonceptivos masivos, la pornografía ubicua y la extracción de la fuerza de trabajo de las mujeres para producir piezas en una cadena de montaje o servir cafés, en lugar de cuidar a sus hijos y hacer de «pegamento» comunitario al ejercer las tareas de cuidados y el trabajo doméstico; liberalismo político, cristalizado en la forma de la democracia de partidos con sufragio universal cada pocos años, de modo que se minimizan los incentivos de los gobernantes para mirar por el bienestar a largo plazo de la nación y se maximizan, en cambio, los incentivos perversos para la guerra cortoplacista entre facciones, la corrupción política –como las grandes reformas urbanísticas adjudicadas a dedo a los amigos del alcalde de turno mientras este tiene el poder, antes de que lleguen las elecciones– y el tirar balones fuera; y, por último, liberalismo social y cultural, que con la excusa de la autonomía del individuo y de primar la libertad de elección corroe las tradiciones destiladas por la sabiduría ancestral y las instituciones que, con infinito esfuerzo, se habían erigido como muros de contención frente a la turba destructora de los instintos, en un monumental esfuerzo civilizatorio, para, en cambio, volver a descodificar los flujos, derribar los muros y liberar la marejada del deseo sin contener: deseo liberado que, si no se encauza por canales productivos, será inmediatamente reconducido por agentes interesados (empresas, corporaciones) para extraer de él su máximo beneficio posible, o tendrá que volver a toparse con todos los fenomenales abismos salvados ya por nuestros abuelos.
Un hombre con el deseo liberado tendrá que volver a aprender a contenerlo cuando es debido, a no seguir sus primeros impulsos, a no abandonarse o tirarse al vacío en un arrebato de éxtasis, a no machacar a su mujer a golpes en un arrebato de furia, a no violar a cualquier desconocida en un arrebato de voracidad sexual; a no comer tantas hamburguesas, a no inyectarse heroína en vena, a no beber hasta el colapso, a no bailar o jugar hasta lesionarse, a no quedarse todo el día enfrascado en diversiones virtuales, a no masturbarse compulsivamente mirando como un babuino estupefacto la imagen de unas mujeres desnudas en una pantalla; en definitiva, tendrá que acometer la titánica tarea de poner diques a un mar en continua marejada, y tendrá que pasar por todos los errores y bloqueos y vías muertas por los que ya pasaron colectivamente nuestros antepasados, y que ellos intentaron evitarnos tener que revivir cada vez estableciendo todo tipo de tecnologías civilizatorias de recanalización y domesticación de los instintos, desde los más humildes refranes y proverbios populares hasta venerables instituciones como el matrimonio –que viene a intentar solidificar y regimentar esa tendencia natural hacia la monogamia de la que hablaba antes, para estandarizarla, pulir sus aristas y hacerla más manejable aún–, la educación pública, los deportes, o las fiestas y celebraciones colectivas –por ejemplo, para liberar impulsos de forma controlada, como las bacanales o el carnaval, o para proyectar los impulsos erísticos o belicosos de la población contra un enemigo externo (previniendo así que los saquen luchando entre sí) como en los ritos colectivos de expurgación del mal o la mala suerte–.
En suma, al liberarnos de la regimentación de los deseos impuesta por la tradición y las mores sociales heredadas, y dársenos vía libre para «crearnos a nosotros mismos» o decidir por nosotros mismos qué tradiciones queremos aceptar o mantener y cuáles rechazar, como sujetos autónomos y creadores –o al menos ratificadores– de todo valor, se nos da más libertad, en efecto, pero también, al mismo tiempo, se nos priva de un valiosísimo depósito de sabiduría práctica acumulada durante milenios: al decirnos «acógete a la ley que quieras» se nos libera, sin duda, pero también se nos pone en la precaria posición del vagabundo, del peregrino permanente, del loco que vive en un barril por no acatar las leyes de los hombres; se nos fuerza a ser originales y a enfrentar el mundo como desnudos, sin amparo, sin padres que nos digan qué hacer y a dónde ir. No hay más que ver los millones de vidas destrozadas a día de hoy en Occidente por las drogas, el descontrol afectivo y sexual, las adicciones, las malas decisiones, el nihilismo y la sensación de vacío tan característica del hedonismo y la vida sin metas trascendentes (es la contrapartida o el reverso tenebroso de estar en la posición de tener que otorgar uno mismo el valor a las cosas, en lugar de que le venga ya impuesto desde fuera y desde antes: que no todo el mundo sabe hacerlo, y muchos acaban sin valor ninguno), y en definitiva por lo que podríamos llamar, sin exagerar demasiado ni querer ser innecesariamente provocadores, un exceso de libertad.
Es por eso que hay que proclamar hoy que la libertad está sobrevalorada: que si el precio a pagar por poder elegir autónomamente entre comer una cosa u otra es tener que improvisar cada día una comida distinta, sin arreglo ni guía que te oriente, quizás lo mejor sea agarrar un libro de cocina y seguir las recetas que otros ya han probado y perfeccionado, incluso a costa de perder esa libertad. No todo el mundo puede ser libre, y forzarles a ese desamparo de la libertad constante, arrojarlos al mundo como individuos «libres y autónomos» para que «forjen su propio destino», es, en vez de un favor, una tremenda crueldad. Hay que reterritorializar, recodificar los flujos del deseo: dejar que el genio innove y abra caminos en la oscuridad, pero no intentar ser todos –ni ser siempre– genios ni creadores ex novo.
En realidad lo ideal sería un término medio entre libertad de elección y codificación o encauzamiento: estar encauzado de entrada y no arrojado al mundo desnudo, tener un denso entramado comunitario que te apoye y te dé sentido; unos padres y abuelos que te transmitan su conocimiento acumulado en lugar de darte solo sustento y limitarse a castigarte cuando haces las cosas mal hasta los 18 años para luego dejarte –de nuevo– arrojado al mundo; unas tradiciones fuertes y un orden moral fuerte y penetrante que no deje al azar ni al arbitrio de cada uno cómo han de ser las relaciones personales; en suma, una maquinaria de regulaciones y anclajes que minimicen la confusión y el caos y faciliten el tránsito por la vida sin tener que andar experimentando, explorando a ciegas y cayendo en los pozos y errores antes mencionados (adicciones, accesos de ira o lujuria, abuso de estímulos fáciles, etcétera), pero al mismo tiempo la posibilidad –pero no inmediata; no puesta en bandeja, sino colocada tras muchas precauciones– de, en última instancia, liberarse de todo ello y explorar vías nuevas y hacer lo que uno quiera si realmente lo decide conscientemente y se esfuerza por hacerlo.
Pero no es esto lo que trajo la liberación sexual al ámbito amoroso: no es la promesa de una libertad final, sabiendo todo lo que hay que saber y tras haber escuchado todas las advertencias de los abuelos, sino la puerta abierta a la autoindulgencia y el desenfreno adolescente, y encima –gracias a la propaganda progresista– todo ello vendido como una diversión inocua o un entretenimiento más entre otros: el sexo como algo lúdico, como un juego de adultos; el emparejamiento como una diversión equiparable a salir de copas con amigos o jugar a un videojuego, como si el sexo y todo lo que lo rodea –el cortejo, el emparejamiento, las relaciones afectivas y amorosas que se forjan en torno a él– no fuese algo grave, trascendental, mágico, portentoso, de una importancia vital. Por eso hay que rechazar la revolución sexual y sus frutos: hay que recodificar, reencauzar, reamurallar; volver a contener las aguas, volver a cerrar las válvulas, volver a imponer orden y establecer tecnologías de control y canalización del deseo, como el matrimonio, o cualquier otro sistema de emparejamiento que facilite la monogamia largoplacista y reduzca las posibilidades de caer en una vía muerta o de tener que andar experimentando y pululando sin ton ni son por el mundo amatorio hasta acabar soltero y sin hijos a los 40, cuando ya es demasiado tarde para darte cuenta de que en verdad deberías haberte quedado con tu primer o segundo o quinto novio porque en el fondo la cosa funcionaba y, a pesar de sus defectos, no has vuelto a encontrar a ninguno con el que te llevaras tan bien como él.
Hay que dejar de banalizar el sexo. El sexo es un acto peligroso, sagrado, grave y terrible; el centro mismo que articula la vida animal, el mismísimo eje en torno al cual giran y han girado los esfuerzos de nuestros abuelos y abuelas, tanto por lograr el momento mismo –y muchos hombres han muerto intentándolo, no lo olvidemos– como por sus consecuencias –los hijos y su crianza, sobre todo para las mujeres–. Tomárselo como un juego inocuo es invitar al desastre; desastres como los que las feministas de hoy están aprendiendo con retraso, al poner el grito en el cielo por el riesgo que supone la violación atípica –la de los consentimientos a medias y el sí pero no; la que ocurre entre jóvenes de fiesta, bebidos, o entre desconocidos que fornican sin haber intercambiado más de unas pocas palabras y luego no tienen claro si realmente querían o no hacerlo– a la vez que siguen aplaudiendo la liberación sexual y la destrucción de las mores sociales en torno al amor y al sexo en nombre de todas las mujeres, sin darse cuenta de que ambas cosas están en flagrante contradicción. Pero el problema no solo es el feminismo: es todo vector entrópico, todo factor erosivo y desterritorializante, desde el hipercapitalismo de consumo actual hasta la fascinación liberal y moderna por la autonomía del sujeto desnudo y carente de determinaciones, que elige voluntariamente su religión, su nombre y su lugar en el mundo (y, por qué no, su sexo, su raza, su nacionalidad) por medio de su razón iluminada.
Hay que volver a la sensatez secular que nos legaron nuestros ancestros. Hay que recordar que la libertad no es el valor supremo; que antes de ella está la vida, y la vida colectiva pasa por nuestro futuro demográfico como nación, como raza y en último término como especie; por tener hijos y enseñarles lo que funciona bien y lo que no, y lo que nos ha funcionado bien a nosotros, como padres, y lo que no, y favorecer que lleguen pronto y sin demasiados contratiempos a una situación en la que ellos también puedan tener hijos a su vez, en lugar de explorar su libertad a ciegas y como locos y arriesgarse a acabar, en el peor de los casos, solteros y sin hijos a los cuarenta. Por ir, pues, contra la vida futura, y por dificultar la vida presente al disolver las tradiciones que ordenan y hacen más manejable el terrible potencial libidinal y energético del sexo, dando rienda suelta a todo tipo de excesos y desequilibrios, hay que rechazar la liberación sexual y recordar que la libertad está sobrevalorada.
17 de enero de 2021